Aún a pesar de estar dominadas por la inercia y prácticas tradicionales, las agriculturas europeas fueron capaces de sostener la duplicación de la población europea entre 1551 y 1820. Esto es lo que los economistas denominaron crecimiento estático, es decir, la producción aumentó en proporción a la población sin que el producto per cápita variara. Inglaterra lideró el crecimiento agrícola que culminaría con la revolución agrícola.
El indicador más utilizado para observar la evolución de la producción agrícola fue el diezmo eclesiástico. El problema es que sólo proporciona datos relativos a la evolución cerealística pero no de otros cultivos.
La producción aumentó fundamentalmente mediante procesos de tipo extensivo: roturación de bosques y baldíos, bonificación de terrenos pantanosos o conversiones de pastos en cultivos. Sin embargo, estas prácticas no podían proporcionar más que unos rendimientos menores por cada unidad de superficie añadida (ley de los rendimientos decrecientes).
Fue posible la intensificación de la agricultura gracias a diversas formas pero fundamentalmente: la intensificación de la mano de obra, la sustitución de cereales por productos hortícolas en la proximidad a grandes centros urbanos, el cambio de cereales de bajo rendimiento por otros de alto (maiz en la Europa atlántica, arroz en la Europa mediterránea), cultivo de la viña en regiones bien comunicadas, con un claro fin comercial y la introducción de cultivos industriales (morera).
Estas mejoras estaban al alcance de la pequeña propiedad y tenencia campesina, la introducción de infraestructuras era más costosa. Las inversiones en capital fijo para las explotaciones solían proceder de los poderes públicos (regadíos mediterráneos). Si no ocurría así, sólo en los regímenes de gran propiedad se podían realizar inversiones privadas (cercamientos ingleses). En general, la agricultura europea estuvo abierta a la innovación. Sin embargo sólo en Inglaterra el progreso agrario alcanzó el grado de revolucionario.
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